La enfermedad de Parkinson fue descrita por primera vez por el médico inglés James Parkinson en 1817 siendo catalogada desde entonces como enfermedad neuronal y del sistema nervioso. Por regla general suele afectar a determinados individuos de una población a partir de 50 años. Ataca a las zonas del cerebro encargadas del control y coordinación del movimiento del tono muscular y de la postura tras la degeneración de la denominada “sustancia negra” donde se genera un componente químico denominado dopamina, esencial para la regulación de los movimientos corporales. La disminución de la dopamina conduce al paciente a un control deficiente de los movimientos que van acompañados por temblor, lentitud, rigidez y alteraciones de la postura y de la marcha.
Entre otras cosas afecta al habla, las facciones de la cara, la deglución, la acción de asir objetos con los dedos, caminar…
Todos estos síntomas pueden aparecer juntos o aislados llegando, incluso a predominar en una parte del cuerpo o incluso a predominar otro sobre todos los demás, por lo que es difícil que dos pacientes con la misma patología muestren los mismos síntomas.
Hasta aquí toda la teoría...
La práctica es mucho más dura, y mucho más cuando la paciente tiene cuarenta y dos años, un marido y dos hijos pequeños a los que cuidar y que nunca han visto a su madre desenvolverse como una persona normal. El Parkinson tiene otros síntomas, tan o incluso más agresivos que los que se puedan apreciar en apariencia. Son síntomas externos, específicos, perturbadores cuando los conoces. Algunos tienen forma de medicamento. Un producto en apariencia positivo pero que llega a atar a la persona y la convierte en una autentica “yonqui” y cuyos resultados a la larga son nulos ya que lo único que hacen es “encender” o “apagar” a la persona como si de un interruptor se tratase. Nada más. También hay que hablar de la falta de interés por parte de unos profesionales que te encuentras en el camino y que lo único que saben o prefieren hacer es atiborrar al paciente de cócteles químicos, sin preocuparse por otros aspectos, como un riguroso apoyo por parte de otros profesionales, concretamente de la rama de la psiquiatría eso sí, a no ser que uno mismo se lo pague de su bolsillo y no pase por las arcas de
Luego están las asociaciones. Mucha presencia y mucha publicidad a través de fundaciones relacionadas con entidades bancarias, pero a la larga no sirven para nada. Eso si, a no ser que te hagas socio y pagues una cuota o mediante donativos a través de la susodicha entidad bancaria a la que aparecen como afiliadas.
Ojo, que ahora tampoco quiero meter a todos los profesionales en el mismo saco. Seguro que hay quien investiga, quien se parte los cuernos buscando una solución. Habrá incluso quien luche, quien se preocupe por estos enfermos, quien ayude a sus familiares y trate de hacerles la vida más sencilla. El problema es que, al parecer, de éste tipo de genero hay bien poco.
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