Hacía tiempo que quería escribir. Es decir, hacerlo siendo yo mismo, sin estar pendiente de una fecha de entrega o a cambio de un talón. Creo que ya va siendo hora de armarme de valor, de entrar en el caserón, de abrir ventanas y puertas y permitir que la luz invada su interior. Necesito dar forma a los fantasmas, atraparlos, enfrentarme a ellos y asumir que, en el fondo, también forman parte de mi vida.
lunes, marzo 20, 2006
Acercándome al caserón
Ahí está. Esperándome, aparentemente tranquilo, haciéndose el indiferente.
Me incomoda entrar, me da algo de pereza enfrentarme a él, se me hace una montaña pero necesito hacerlo. Desde éste ángulo se ven muchas ventanas, la mayoría de ellas cerradas, otras entreabiertas, otras rotas pero, en apariencia no muy maltrechas. Creo que pueden arreglarse. Observo que el jardín está algo descuidado. Lo reconozco, últimamente no le he prestado mucha atención. He dejado que crezca demasiado placidamente a su alrededor. Veo que algunas plantas y flores se han marchitado. Lastima. Eso si, hay algún que otro ramillete mustio pero parece con buenas raíces. Seguro que si las riego y les presto un poco de atención vuelven a revivir... Las malas hierbas, como la hiedra venenosa, parecen estar bajo control. De momento. Por si acaso tendré a mano el fumigador. Si apunto bien puede disparar buenas bocanadas de veneno. Nunca está de más contar con su ayuda, sobre todo cuando se aferra con firmaza a las paredes. No siempre se me ha dado mal la jardinería. Lo que planto brota, por lo menos en la mayoría de las ocasiones. Puede decirse que es una virtud heredada de mi madre. A ella si que se le daban bien las plantas...
El viento sopla. No es frió, ni tampoco calido. De momento es sólo viento. Se puede sentir como bordea el caserón, como lo envuelve, invisible. A veces lo hace crujir. Es lógico, es un caserón antiguo, de madera con varios e incontables remodelados. Sus paredes han sido testigo de varias capas de pintura. En algunos casos podríamos distinguir diferentes tonos, algunos fueron intensos y lustrosos otros, apagados y tenues. Todos ellos superpuestos a modo de segunda piel. Ahora el caserón es de marrón claro, un poco envejecido. Recuerdo la primera vez que lo habité. Hace casi 39 años. Se levantaba majestuoso sobre la misma colina. Era un 12 de Junio y brillaba el sol. Había luz por todas partes. En un principio olía siempre a nuevo a pesar de la cantidad de muebles antiguos que había traído de mi anterior habitáculo.
Siempre había querido tener un caserón. Éste llego a mis manos gracias a la ayuda de mis padres. Era una herencia familiar aunque lo habían reconstruido ellos especialmente para mí, con sus propias manos. Hubo un momento que casi no llegaron a terminarlo. Mi madre tenía un problema, no era muy versada en cimientos. Ya se le habían derrumbado un par de caserones de semejantes características al mío, pero si algo tenía es que era muy tenaz. Su primer éxito fue el caserón que habitó mi hermana, situado a tres kilómetros de distancia del mío y rodeado siempre de muros grises prácticamente infranqueables. Cuando mi madre se retiro de la construcción se decidió a la jardinería bajo muto acuerdo con mi padre. Pensaron que dos casas eran más que suficientes. Paseo en busca de la puerta de acceso. El caserón tiene dos. Una principal y la otra que da al acantilado. Siempre me ha encantó ésta última. Ahí es donde los amaneceres se presentaban espectaculares. Durante un tiempo me inspiraron llegándolos a plasmar sobre lienzos amplios e inmaculados.
Ahora me encuentro frente a la entrada principal. Ahí está. Una puerta doble, algo tosca. A simple vista una entrada demasiado común, demasiado ordinaria y eso utilizando el mejor sentido de la palabra. La observo con mayor detenimiento. Con un poco de imaginación se asemeja a una boca gigante de un bebé hambriento, un bebé que espera ansioso el cucharón repleto de papilla de fruta. Asciendo por las escaleras que dan al porche. El suelo cruje a cada paso bajo mis pies. Es curioso, ahora, consciente, acompañado del viento a modo de brisa me siento demasiado pequeño ante la mole de madera. Me pregunto si es un buen momento para entrar. Hace tiempo que no lo hago.
Acerco la mano al bolsillo del abrigo y extraigo una llave tan vieja como la casa. Pesa. Parece demasiado oscura en mi mano. Medito. ¿Qué puedo encontrar en cualquiera de sus rincones? ¿Merece la pena intentarlo? ¿En serio, merece la pena el esfuerzo? No lo pienso más. Introduzco la llave en la boca de la cerradura tras un par de giros a la izquierda el pestillo cede. La puerta se abre lentamente.
Entro.
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