Sobre el viaje a Normandía, del que hemos llegado agotados y arruinados (pero muy satisfechos) Hay mucho que hablar, narrar, explicar y analizar. Han sido diez días de viaje. 17 personas (bebé y sobrinos incluidos) Han sucedido muchas cosas. Muchos descubrimientos, reconciliaciones, rencillas y algo de tensión. A veces (y no soy al único que le sucedía) parecía como si estuviésemos en una edición extraña de Gran Hermano (Big Brother en otros lares) donde además de adultos también estuviese permitido participar a menores. Lástima que la moral no permita este tipo de concursos de tele realidad porque en serio que da mucho juego en una convivencia multitudinaria con situaciones de todo tipo y muchas de ellas seguro del gusto (o disgusto) de la audiencia. La reacción de los participantes del Gran Normando al llegar a la casa era igual o mucho mayor que la de los participantes de este polémico show. La única salvedad es que aquí nadie venía a ganar un concurso sino a pasar unas vacaciones. Una especie de mal de Stendhal sobrevino a todos los allí presentes. La casa no era un palacio, era una maravilla nada más. Para qué queríamos un palacio. Ojo, que nuestro vecino, dueño de todo lo que contemplábamos si vivía en uno, modesto pero majestuoso al lado de la casa que habitábamos. La señora que nos recibió nos comentó que era un Conde (en Francia aun hay de eso) al que nunca vimos pero si presentimos a través de las luces de las habitaciones del palacio situado junto la casa. Hablando de la casa. Era enorme. Amplia, equipada y con unas habitaciones exquisitamente decoradas, algunas de ellas superando en tamaño a cualquiera de las viviendas de nuestra ciudad. Un lujazo. Frente a la casa se encontraba la casa número 2, es decir la casa que habitaron los rezagados que se apuntaron a última hora al viaje y que por cuestiones de espacio no pudieron habitar la casa grande. Si la casa grande estaba decorada a modo rustico la pequeña tenía motivos arabescos por todos lados. Ambas compartían un jardín con césped y árboles frutales. Dicho jardín era grande, inmenso, casi del tamaño de un campo de futbol. Disponía de pista de tenis con una mini cancha de baloncesto incluida. Tras unos setos y una espesa arboleda quedaban los jardines del Conde que eran superiores en tamaño y en fastuosidad y que se nos aconsejó no visitar debido a estar habitados por perros hambrientos de inquilinos chismosos. En medio de nuestro jardín había un par de estatuas de una pareja tumbada sobre la hierba contemplándose de manera lánguida. Hay que decir que no llegamos de un tirón a nuestro destino. Ni mucho menos. Anteriormente habíamos hecho noche en casa de los padres de Miguel en Gelida (los niños descubrieron la piscina y las rosquillas caseras de la madre de Miguel) y al día siguiente (tras un reencuentro con todo el grupo de viajeros en el área de servicio del Montseny) habíamos hecho noche en mitad de Francia. Concretamente en Bourges un lugar que hubiera pasado desapercibido de no haberlo visitado por la noche cuando y como por arte de magia nos embriagó a todos con un delicado espectáculo de luces música sacra y dioramas proyectados sobre las paredes de los edificios más emblemáticos. Muchos de nosotros quedamos prendados por su belleza (otra vez el mal de Stendhal) aunque hay quien se resistió (de manera algo chauvinista) defendiendo a capia y espada las bellezas esparcidas por nuestra península ibérica, cosa que nadie discutió, aunque si había que reconocer que había algo bonito fuera de la pies de toro porqué no reconocerlo. En Bourges cenamos en una crepería bretona, regentada por un camarero tan andrógino que se hubiera hecho de oro luciendo palmito en la época de la música Glam. Fue allí donde comencé a darles cierta libertad de movimiento a mis sobrinos, después de que su padre insistiera que los tuviese controlados las 24 horas. Dejé que la niña se sentase en otra mesa junto con Pablo, María y Mercedes, su madre. Con ambas compartía habitación en el ETAP (hotel de carretera donde descansamos esa noche) La niña agradeció en silencio ese gesto. Mi sobrino se sentó con Miguel, Dani, David, Juanjo y yo mismo en otra mesa. El resto de viajeros ocupó varios puestos estratégicos del restaurante. Todos cenamos de maravilla. Los niños disfrutaron de las crepes y de la Coca Cola Bretona. Nosotros de la sidra, las ensaladas y las Galettes que nos jalamos de un tirón. Como nos sirvieron primero nuestro reducido grupo de mesa nos fuimos a pasear por la ciudad descubriendo toda una maravilla (como ya he comentado unas líneas más arriba). Del paseo me gustó mucho compartir los hallazgos audiovisuales y arquitectónicos con mi sobrino, pese a que el niño estaba cansado y tenía la vejiga a punto de reventar debido al consumo excesivo de bebida gaseosa. Juanjo lo solucionó muy rápido acompañándolo a un bar para que pudiese descargar y proseguir la aventura. Nos reunimos con el resto de viajeros pasados varios minutos más tarde. Ellos habían visto la mitad del recorrido perdiéndose algunas joyas como un patio de estilo gótico con unas arcadas conde gracias a la magia audiovisual aparecían imágenes de frescos con motivos de ángeles y arcángeles librando una batalla con demonios que aparecieron a modo de alfombra escarlata sobre el suelo enladrillado de la plaza. Llegamos al Hotel exhaustos. Mi sobrino estaba radiante de felicidad. Estaba descubriendo un mundo fuera de las fronteras de la ignorancia de su padre y sus tías un lugar sin paredes de yeso y televisión, fuera de gritos, desprecios e insultos. Se durmió de un tirón más feliz que una perdiz.
Continuará…
3 comentarios:
Me alegra saber de vosotros, creo que no os veo desde san juan, así que ya va tocando, ¿os hace una sesión de pelis (o lo que sea) el finde que viene? Más baratito no se me ocurre nada.
Un abrazo a todos los viajeros, y a los que no tuvimos tanta suerte!
Raúl.
Güenasssssss!!! Ya veo que todo ha ido bien (malegro!). Un beso.
Quiero videos!!!!
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