Ayer por la noche me llamó una vecina, amiga de toda la vida tanto de mi madre como mía y me dijo: “¿Richard sabes que tus sobrinos están abajo jugando en la calle?” Yo le contesté como si nada. “Si, es que ahora viven aquí cerca.” Pues sí agraciado publico el capullo ya se ha instalado a vivir a escasos metros de mi casa. Ahora tendremos que encontrárnoslo hasta en la sopa. El problema está con los niños. No es que yo no quiera verlos, en absoluto, es que no puedo. Por un lado, y creo que este debe de ser un sentimiento muy común y muy humano, uno desearía que los niños tuviesen más contacto conmigo, pero mientras vivan con el imbécil de su padre mejor me abstengo de relacionarme con ellos. Por otro lado también parece que ellos no quieren saber nada de mí, ya sé, o entiendo, que debe ser algo inculcado como una larva por su padre y la zorra asquerosa y repugnante de la Sargento de Hierro pero hay cosas que a veces se me escapan al entendimiento. Será porque no puedo ser ecuánime en estos momentos y más cuando estoy involucrado en ellos. Ahora, si por un casual les da por llamar a mi puerta yo no puedo (aunque quiera) dejarles entrar e incluso diría hablar con ellos. Cualquier tontería emotiva que pueda hacer yo su puto padre puede aprovecharlo para joderme la vida, aunque como es mas burro que cagar de rodillas dudo mucho que hiciese algo. Pero por si acaso así mejor que me abstengo de recibirles por si solos y, si mi hermana decide visitarme con ellos (y sin el capullo se entiende) no tendré ningún inconveniente en abrirles las puertas de mi casa. Eso sí, me gustaría poder tener una charla con ellos y aclarar las cosas de una vez, aunque luego corran a su padre y a su tía le cuenten todo lo que hemos conversado ya bien sea de forma voluntaria o bien a base de improperios, pellizcos y amenazas.
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