sábado, junio 30, 2007

Crónicas de Londres 2: Y en caso de emergencia...

Me gusta volar. Ya se que no es una facultad innata del ser humano. En primer lugar, no tenemos alas, ni huesos huecos (aunque hay alguno que tiene la cabeza bien hueca) ni sacos aéreos, ni pico, ni alas, ni membranas… Tenemos aviones. De todas clases y colores. Con turbinas, hélices, alerones y timones… Y hacerlo sentado en una butaca angosta pero cómoda es todo un placer, sobre todo si te toca sentarte en ventanilla, que no fue mi caso. En el viaje de ida me tocó sentarme en enmedio, entre una ejecutiva inglesa tipo Lynette Scavo (Felicity Huffman en Mujeres Desesperadas) que se leyó de un tirón el “The Times” que apoyaba sobre su regazo y un americano jubilado requeté orondo con una barriga tan inmensa que casi le tocaba el asiento de delante. Su mujer viajaba en la fila de al lado, junto a él en el pasillo. Antes de despegar las azafatas hicieron la típica demostración de cómo ponerse el patito de goma sobre todo si el avión se cae al agua, de cómo ponerse la máscara de Darth Vader si sufrimos descompresión y en donde estaban todas las posibles salidas de emergencia… Yo las veces que me he subido a un avión (que son muchas) pienso… “ Si la gente tarda tanto en salir de aparato en cuanto aterriza imaginaos tener que hacerlo en estado de pánico y con el avión en llamas.” Eso me recuerdó una ocasión que acudí a un simulacro de accidente aéreo cuando me encontraba preparando un reportaje sobre la vida (animal) de los pequeños aeropuertos. Se nos invitó al cámara, al técnico de sonido, a la productora y a mí (que dirigía el reportaje) a un avión de pega, pero de escala real situado en junto a un hangar en el aeropuerto de Sabadell (Barcelona). Los cuatro éramos los únicos “pasajeros” civiles del sucedáneo de avión. El resto eran auxiliares de vuelo en fase de práctica. Nos sentaron a todos en cómodas butacas, igual que si se tratase de un avión de verdad. La azafata “Reina” hizo un simulacro de demostración pre despegue y cuando terminó sacó un cronómetro y dijo “Tenéis 50 segundos para desalojar el avión. Si nos pasamos de este tiempo los que se queden habrán muerto”. “Estupendo”, pensé yo. De nuevo volvió a aparecerme la típica imagen (imposible) de cientos de pasajeros tratando de salir de una avión de forma “ordena” y como nunca lo había presenciado así pues como que la imagen no me cuadraba. “A ver como lo consiguen”, pensé yo. Pues bien, la “reina” de las azafatas(os) sacó un silbato, se lo puso en la boca, esperó unos segundos y después le propinó un potente silbido que dejó a medio avión (y eso que era sólo la mitad de uno normal) medio sordos. Escuché un estruendo. No era el impacto sobre el mar, ni sobre el suelo, ni nada que tenía que ver con una catástrofe aérea. El citado estruendo lo produjeron los ocupantes de los asientos de alrededor al levantarse casi al unísono y dirigirse (flotadores amarillo chillón desinflados) hacia las puestas de escape. Detrás de ellos (en plan mogollón) mi equipo reporteros. Veo como saltan felices desde la puerta al tobogán hinchable que conduce a la salvación en tierra firme (o mar destemplado) Yo y el cámara somos los últimos. El cámara salta (con la cámara en mano) más feliz que una perdiz. Yo me asomo a la puerta. Veo el tobogán. La “azafata mayor del reino” me mira, invitándome a saltar. Yo la miro a ella. Ella mira el cronómetro. Puedo ver una gotita de sudor resbalando sobre su maquillada frente, viene de la comisura de su perfecto y rubio pelo recogido. Yo me miro de nuevo la rampa. Los “supervivientes” están todos abajo dando saltitos de alegría chupiguay del Paraguay. Se han salvado, se han salvado yupiiii. Entonces me miran. Mis reporteros también. Aun falta rescatar al tipo ese rubio, regordete y dubitativo que se encontraba mirando medio pasmado el tobogán hinchable de salvamento. “¿He de saltar? Le pregunté a la mega azafata que no dejaba de mirarme con cara ofuscada. “¿Si quieres salvarte?” me contestó ella. “Ya, pero esto es un simulacro, no nos hemos estrellado” le dije. Veo que los demás me animan desde abajo. Yo pienso, “Como no salte la tipa esta me empuja. Ya te veo desciendo rodando y dando volteretas el aire para acabar despanzurrándote en el suelo de forma muy poco ortodoxa. Seguro que luego todos los auxiliares (“azafata reina” y equipo de TV, formarían un corro alrededor mí para reírse de mí al más puro estilo escena de la ducha de Carrie (de Brian de Palma) salvo que en vez de compresas me lanzarían los salvavidas color horrendo que segundos antes colgaban como penes flácidos de sus cuellos…

No salté. Ni tampoco hubo empujón. No me
ponía en situación. No había fuego, ni heridos, ni gente huyendo despavorida ni isla desierta tipo LOST. Era un simulacro. Nada más. La “azafata Reina” apagó el cronometro y anunció desde la puerta. “ Han pasado 55 segundos. Este señor y yo hemos muerto”. “Que estupendo” pensé yo. La mujer me miró un poco amenazadora e hizo volver al resto de pasajeros para volver a intentarlo. Pero esta vez sin contar conmigo. Era el pasajero invisible. El gilipollas que no quería jugar a los rescates. Y digo yo… “¿Cuánta gente, como yo, en una situación de semejante envergadura se negaría a saltar por miedo, terror, pánico o simplemente porque la trágica situación les vuelve más pasivos que una piedra?” Sigo pensando que en ningún monento de una situación de tal calibre la gente se podría a correr todos al unísono (sin recoger, maletas, sin pisarse ni golpearse, ni siquiera sin insultarse) o saltando amigablemente por el tobogán como cuando vas al parque de atracciones o al Aqua Park más cercano a tu domicilio…

Pues bien allí estaba yo. En un avión de verdad. Con un señor orondo sentado a mi lado tapándome cualquier posible vía de escape (aunque me da que eso mismo pensaría la ejecutiva sentada a mi lado ante mi corpulenta presencia y la de nuestro compañero de asiento). Despegamos muy bien. Uno de los mejores despegues de mi vida. Vamos, ahora no voy a poner en evidencia los despegues de los pilotos españoles, pero, igual era el avión, o igual el piloto que el despegue fue suave y más grácil que el de una bailarina de Ballet clásico.

Repasé los planes de llegada. Una vez aterrizado (sobre todo no de forma violenta) cambiaría los euros por “Pounds”, pillaría el metro desde Heathrow hasta Green Park y una vez allí caminaría unos pocos metros hasta el Hotel Mayfair donde dejaría las cosas y me iría a dar una vuelta. Eso si, tomando contacto con Mónica de Sony y uniéndome al resto de reporteros Españoles (todos de medios de Madrid) de la expedición. Me había planteado la mañana para ir de compras y de paso visitar (por enésima vez) el British Museum. Como entraba todo en mi ruta (tiendas frikis incluidas) y como Londres me lo he pateado y me lo conozco bastante como para aventurarme a un largo paseo pues problema resuelto. Nos sirven la comida. Un bollo blandengue con un trozo de Bacón ahumado y un chorro de Ketchup en medio. ¡Yummy! También un zumo de mango con naranja y como postre más zumo. La mujer del señor orondo no hace más que ponerle los papelotes de plástico en la mesita de su marido. Muy pesada la pobre. El hombre aguanta el nerviosismo de su mujer con absoluto estoicismo. Además la tipa se empeña en rellenar mientras come el papel de aduanas para entrar en Inglaterra para ciudadanos no comunitarios. Mientras como me centro en los habitantes de los asientos delanteros. Una pareja de ejecutivos, uno maduro y otro más joven, ambos españoles. El joven es muy cool y presume de Ingles con su compañero. Habla con un acento exagerado, como si estuviese interpretando la Profesor Higgins en (My Fair Lady) En un momento dado el mayor le hace una caricia en la nuca al joven. Yo, malpensado, pienso “Vaya, vaya como aprovechan algunos los viajes de negocios…” (Más tarde me los encontraría en el lavabo del aeropuerto acicalándose y anudándose las corbatas al cuello)

Me gustan los aviones modernos. Sobre todo los que están equipados con GPS. Si, de esos que en lo alto, donde está el regulador del aire acondicionado o el botón de llamar a la azafata te aparece una pantalla LCD con información del vuelo. Muy útil si te encuentras sentado en el asiento de en medio y un periódico te tapa la ventanilla y para más INRI si hay algo de nubarrones bajo tus pies. Gracias al “aparatejo” puedes saber dónde te encuentras, cuanto falta para llegar, la velocidad a la que vuelas o si te vas a estrellar con otro vuelo si de repente aparece otro avión dibujado en la pantalla volando en dirección contraria pero en la misma posición…

Cuando viajo con Miguel no me hace falta GPS. Él es el GPS con patas más preciso del planeta. Es también la versión más actualizada del Google Earth. Lo sabe todo, como se llama ese pueblo que parece una mancha bajo las nubes, o la acequia esa que parece un escupitajo de un abuelo con carraspera, o la montaña pelada y mondada de la esquina superior izquierda de la ventana en cuyo pico hay aun manchas de nieve del invierno pasado. Así es mi niño. Un erudito en geografía. Por cierto, siempre que volamos juntos se pilla para él solo el asiento con ventanilla. A mí me deja ver algo de vez en cuando, sobre todo cuando quiere fardar de geógrafo (jis, jis, jis…)

En esta ocasión mientras le doy al Pickcross de la Nintendo DS voy mirando la pantallita pare ver si falta mucho (Papá pitufo) para llegar a Londres. Me acuerdo que allí es una hora menos. Me alegro porque es una hora más para disfrutar de la ciudad. Cuando aterrizamos a tontas y locas sólo he perdido media hora al respecto al tiempo sentado en el avión. No me preocupa en absoluto. Lo mismo que pierdo desde casa hasta el trabajo de las mañana viajando en metro. Sin embargo sigo dándome cuenta que el vuelo ha sido de hora y media. Lo que tiene eso de las franjas horarias…

Salimos desordenadamente del avión. Otra vez me viene a la cabeza la falsa teoría de lograr salir ordenadamente del mismo en caso de emergencia. Le doy al “Switch” del inglés y con un “Good Morning” me despido de la tripulación del avión. Voy al baño a echar una meada. Mientras ando a través de las rampas automáticas hacia la salida pongo en marcha el móvil. De repente suena el timbre de llamada, es Miguelito. Le comunico que he llegado. Me pregunta por el tiempo y le digo que está nublado. Llamo a mi hermana para decirle que estoy ya en Inglaterra. Ella se calma. Mi primer objetivo es cambiar euros en libras para pillar el metro hasta el hotel. Heathrow es caótico. Mucho. Pero no le tengo miedo alguno. Me esperan 48 horas en Londres y un aeropuerto no se va a interponer entre mí y la "Wonderful City of OZ".

(Continuará)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

A mi lo que me ha gustado a sido eso de...

"en una situación así la gente se podría a correr todos al unísono"

No coments.

SisterBoy dijo...

Yo siempre pido asiento de pasillo

foscardo dijo...

jajajajaja si no habia caido en ese otro sentido de la frase.