miércoles, septiembre 06, 2006

La Esencia de la Ambición

No fue el sonido del despertador el que hizo que "Joan Brou" abriese los ojos y se incorporarse como un cohete. La tetera emitía un sonido tan estridente que, por un momento, el hombrecillo menudo y de aspecto frágil dedicó unos segundos de su vida a pensar cuánto tiempo había estado ese condenado silbido acaparando la atención y si, por un casual, por su culpa, había despertado a medio vecindario. Había aprendido, desde muy joven, a ser prudente y pensaba conservar esa virtud lo que le quedaba de vida. No era cuestión de perder su intachable reputación por culpa de una tetera loca. Recobró el sentido en el momento que se percató que el suelo estaba frío, terriblemente frío. Ni los gruesos calcetines de lana servían para despojarle de la realidad. Enseguida corrió a calzarse las viejas zapatillas de cuadros rojos que su madre le había regalado ya ni se acordaba cuando. La tetera parecía apunto de estallar justo cuando el hombrecillo se apresuró en apagar la minúscula placa de vitrocerámica que la calentaba. "Como demonios se había puesto en marcha la condenada si el reloj del termostato, que era el que en realidad debería de haberse encargado en despertarlo, aun no había sonado..." se pregunto mientras acercaba su mirada al diminuto reloj que incorporaba aquel extraño artilugio. "Maquinas endemoniadas, nunca las entendería..." Aun faltaban 20 minutos para que se iniciase un nuevo día para él tal y como había marcado su reloj biológico a lo largo de mas de 45 años. Eso sí, en ningún momento se lamentó de haber perdido un apacible espacio de tiempo, que en cierta manera le pertenecía, de poder permanecer en la cama.
El hombrecillo agarró el asa de la tetera con un paño de cocina y llenó una taza de cerámica barata, adornada con franjas azules y blancas, con aquel liquido amarillo y humeante al que le incorporo un chorro de leche fría para rebajarle calor y un par de cucharadas de azúcar.
Se sentó en una silla de madera que, a su vez hacia juego con la diminuta mesa rectangular adornada por un mantel a cuadros blancos y rojos roído ya por el paso tiempo, tanto o casi igual que el entorno que le acompañaba.
"Joan Brou" abrió una caja de metal repleta de galletas, todas ellas casi tan grandes como ruedas y, después de una despreocupada selección, se dedico a masticar una de ellas mientras ponía orden en su cabeza.
El agua que salía de la estrambótica pera de la ducha era agradable. Ni fría ni caliente. El hombrecillo sonrió agradecido. Después de limpiar el empañado espejo del sombrío cuarto de baño agarró una navaja se comenzó a afeitar. Eso sí, antes se colocó las enormes lentes de cristal grueso no fuese que tuviese un serio disgusto con alguna parte de su rostro. Justo en el momento que terminaba de rasurar el ultimo rincón con restos de vello de su cara sonó el despertador. Por pocas milésimas habría sufrido un indeterminado corte de no haber separado la cuchilla a tiempo. Pero el hecho de saber que tenía veinte minutos de ventaja respecto a otros días mitigó enseguida el malestar del sobresalto. Circunstancialmente las cosas habían empezado a mejorar y el simple placer de sentir esa sensación no tenía precio.
Se vistió con cierta parsimonia después agarró dos pedazos de Salami, untó de mantequilla dos piezas de pan de molde y lo apretujo un poco antes de envolverlo en papel de celofán. Asió su cartera se colocó el bombín negro sobre la cabeza y se dirigió a la puerta de salida. Eso sí, asegurándose antes de haber apagado todas las luces e interruptores de la casa.
Los orondos tranvías de vapor se abrían paso con moderada velocidad a través de las densas brumas que invadían la calle. El tono marrón ocre de la madera que los revestía hacía juego con el tono de los muros de los edificios que los flanqueaban. Las inmensas paredes repletas de angostas ventanas y revestidas por una inconmensurable red de tuberías apenas dejaban pasar la tenue luz del sol que, a su vez, hacía esfuerzos considerables por atravesar la densa capa de nubes cenicientas que cubrían la ciudad. Una ciudad adornada por el sonido de motores a vapor y de millares de repiqueteos de anónimos tacones sobre la dura capa de asfalto. Todos ellos con un rumbo fijo y sin el menor sobresalto.
Comenzó a lloviznar. El hombrecillo tomó carrerilla entre la muchedumbre y de un salto se incorporó en plena marcha en uno de los tranvías que se dirigía calle abajo. Una vez dentro se sentó en el único hueco libre que quedaba a lo largo de las paredes perpendiculares del vehículo. Las lucecillas internas apenas le permitían ver el rostro de los compañeros de viaje. Pero no le hacía falta imaginarse las expresiones de todos los ahí presentes.
No era fatiga lo que había pintado en sus ojos. Era una expresión bobina más bien cercana a la conformidad. Nadie, dentro de aquel perímetro se libraba de aquella mascara. El traqueteo obligaba a todo el mundo a participar en un ligero vaivén del que nadie se hacía esfuerzos por dominar.
Por un momento a "Joan Brou" le pareció estar en el parque de atracciones de la zona este donde había un palacio de cristal repleto de autómatas que se movían de forma hastiada por un puñado de monedas. Nada tan lejos de la realidad...
La lluvia golpeaba con fuerza el techo del tranvía y, por un momento, ese fue el único sonido perceptible alrededor. El hombrecillo cerró los ojos y por un instante se dejó llevar por la magia de aquel sonido. Se preguntó quien más, allí dentro, se estaba percatando de semejante sinfonía. Aquella fue una pregunta que se quedó sin respuesta, como tantas otras...

La música producida por las gotas duró muy poco dando paso de nuevo al incordiante siseo de la voluptuosa maquina de vapor situada en la parte posterior del vehículo.
"Joan Brou" se apeó del tranvía y camino bajo la lluvia, entre la hilera de automóviles de tres ruedas que esperaban hacerse con el asfalto en cuanto la luz del semáforo se tiñese de un tono verde fosforescente.
Avanzó por entre el torrente de peatones a través
de una amplia avenida presidida al fondeo de la misma por un inmenso y anguloso edificio gris adornado por dos inmensas ventanas semejantes a dos siniestros ojos entre una monstruosa maraña de tuberías. Varios dirigibles publicitarios sobrevolaban a su alrededor iluminando con sus haces de luz la fría pared de esa especie de inmensa catedral.
"Joan Brou" conocía muy bien aquel edificio. A los 10 años su padre lo había encomendado a aquel lugar con la intención de que, con el tiempo, pudiera ser un peón útil para la comunidad. "Ser peón es lo único a lo que puedes aspirar..." Oía de boca de su padre contin
uadamente. Aquellas adherentes palabras habían sido siempre una pesada losa que aprisionaba las ambiciosas aspiraciones del hombrecillo. Mientras, trabajaba día tras día duramente cumpliendo siempre de forma satisfactoria con las expectativas de otros. Con el paso del tiempo "Joan Brou" había descubierto que él no era un peón habitual. Lo sabía perfectamente por que había sentido brotar una especie de semilla dentro de él que, sin saber como, había sobrevivido a la monotonía y el hastío para abrirse paso lentamente, de forma tímida al principio, para pasar a hacerlo de forma más virulenta con el paso de los años...
Sonó la sirena. Era la primera llamada de un total de tres cada diez minutos. Las justas para avisar del inicio de la jornada laboral. "Joan Brou" nunca había llegado a escuchar la tercera. Y en muy pocas ocasiones la segunda. Más valía tener una buena excusa para justificar la tercera...
La hilera de hombres y mujeres que eran engullidos por los fastuosos porticones del edificio se asemejaban a una hilera de hormigas que se introducían sistemáticamente de regreso a su nido. "Juan Brou" fue uno más entre ellos.
Tomó una tarjeta rectangular. No había no
mbre, solo un número: 24601, su identidad. El hombrecillo colocó la tarjeta dentro de una ranura bajo la atenta mirada del acusativo rostro de un reloj que le respondió con un poco delicado ruido seco. Después de colocarla en su casilla se dirigió hacia la fila de cabinas todas ellas con un número marcado en la parte alta de cada puerta. "Joan Brou" extrajo una llave con los números 24601 impresos en una placa de metal. Abrió la puerta de su caseta y desapareció en su interior.
Primero se calzó el uniforme, luego lo camufló embuchándose el mono de trabajo elástico, el mismo que habí
a venido usando los últimos 35 años. Apagó la luz de la caseta y se deslizó hacia la tapa de la alcantarilla más próxima.
La red de alcantarillado era tan inmensa que, por
mucho que uno quisiera, era prácticamente imposible encontrar durante todo el día a uno de los operarios. Ese, sin dura, era el punto flojo, el talón de Aquiles de aquellos que manejaban los engranajes. Se preocupaban más de lo que sucedía afuera que lo que realmente sucedía dentro. "Joan Brou" lo había descubierto y esa había sido una de sus mejores ventajas... Los cientos de pasillos de todos los tamaños y longitudes que se abrían paso por debajo de la ciudad eran un buen remedio a la hora de ocultar hasta el mas recónditos secretos y "Joan Brou" tenia en esos momentos uno muy preciado, algo por el que había pagado un precio muy caro pero por el que valía la pena luchar...
Al hombrecillo ya no le importaba la legión de ratas que circulaban de un lado a otro por entre la oscuridad, se había acostumbrado a ellas tanto como ellas a él y, con el tiempo hasta le resultaban como mucho más acogedoras y familiares que el resto de habitantes de la ciudad.
Al olor era inmune. El aroma de las aguas, así como el que despedían los monstruosos orificios de los desagües eran, en ocasiones, tan insoportabl
e que las mismas ratas huían en busca de los respiraderos que comunicaban con el exterior. El jabón y la loción que le administraba y que le descontaba de su hoja de salario la compañía de aguas era tan efectivo que por muy intenso que fuese la pestilencia reinante nadie, en el exterior, podría darse cuenta de donde venia aquel hombrecillo de aspecto increíblemente delicado.
Caminó por los túneles con una rapidez sorprendente. Diez minutos más tarde se detenía frente a una escalera de metal que se alzaba a través de un angosto orificio en forma de chimenea, el cual termina
ba en una especie de luna nueva donde se asomaba un tenue vestigio de luz. "Joan Brou" inició su ascensión lenta pero decididamente. A cada paso que daba se sentía más satisfecho de sí mismo.
Deslizó la tapadera de la cloaca con cuidado y asomó su cabecita por entre el hueco abierto. Aquella era la parte más delicada del proceso. Afortunadamente no había moros en la costa, como de costumbre...
Colocó la tapadera de la cloaca suavemente y se dirigió raudo al cuartucho situado al costado del monumental edificio de líneas clásicas que lo abordaba. Se despojó del mono de trabajo y lo camufló entre el resto de cúmulos de ropa acomodada dentro del único armario de metal. A pesar de sentir desprecio por su ropa de trabajo por lo menos le servía para proteger su disfraz... Antes de salir comprobó que todo estuviese tal y como lo había encontrado. Una vez supervisado tomó la cartera y desapareció de aqu
el lugar.
Todos los niños se sentaron en sus pupitres, con el ruido que les caracteriza. El hombrecillo menudo y de aspecto frágil llamado "Joan Brou", ahora vestido igual que un niño, hizo lo mismo que el resto de sus compañeros y ocupó el primer
banco, junto a la ventana, frente a la mesa del profesor.
Literalmente había renunciado a su trabajo, había decidido que para él ya no habría mas pozos negros, mas pasillos oscuros ni mas alcantarillas que limpiar; se había prometido superar ese episodio de su vida y por eso había tomado la decisión de estudiar. Había decidido decir adiós a la ignorancia, la incultura y la marginación. Quería evolucionar y hasta el momento lo estaba consiguiendo aunque en el fondo sabía que el precio a su osadía podía ser caro. "Joan Brou" confió en que sus superiores tardasen mucho tiempo en darse cuenta de su ausencia. El intermediario de la zona oeste, y que había sido el quien se había ocupado de su nuevo empleo, le había asegurado que hasta el momento no conocía a nadie que hubiese sido pillado in fraganti como "Camuflado" lo cual eso era un buen augurio p
ara él.
"Se preocupaban más de lo que sucede afuera que lo que realmente sucede dentro." repitió su mente una vez mas.
"Joan Brou" abrió su libreta cuadriculada y atendió las enseñanzas de su maestro como nunca otro alumno lo hubiese hecho antes. Mientras tanto sonrió para sí mismo y lo hizo por dos motivos bastante diferentes. El primero de ellos
por que estaba aprendiendo a aprender y eso le llenaba mas que cualquier cosa en el mundo y la otra razón por que había pasado ya más de 6 meses y aun nadie se había percatado de que aquel niño, de vivaz mirada, enérgica capacidad y fuerza de voluntad sobresaliente no era tal niño, sino un simple hombrecillo llamado "Joan Brou" que había sacrificado su miserable vida por querer ser alguien más.

Copyright:Richard Anthony Archer





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